El imperio de la luz de Sam Mendes

Inane, al tiempo que desigual melodrama de un tiempo crepuscular (excelente iluminación a cargo de Roger DeaKins) que nos habla de relaciones y vínculos entre diferentes seres humanos y que es incapaz, en su intento, de abordar demasiadas cuestiones, todas ellas dispersas y meramente esbozadas y carentes de hondura, inmersas dentro de una amalgama de subtramas no bien hilvanadas con la trama principal.

1917 de Sam Mendes

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El director se sirve, en esta ocasión, exclusivamente de la técnica y nos propone un experimento inmersivo, con el propósito de profundizar, de la manera más auténtica posible si cabe en las emociones de sus personajes, hasta el punto de asfixiar por completo la narración, privilegiando tan solo la enorme fuerza de las imágenes.

Rodada en tan solo un único plano secuencia (gracias a un más que acertado montaje que permite sensación de continuidad, sin que por ello se noten los cortes) y sin perder el foco de acción, esta odisea emocional prescinde de la narración y no dota a sus protagonistas de una mínima personalidad. Más bien parecen éstos dos cuerpos en movimiento constante, tratados como meros personajes de un videojuego y que avanzan progresivamente entre niveles de dificultad, cambiando de manera fluida de un espacio a otro, ajenos a las exigencias del espacio y el tiempo.

Sinopsis: En lo más crudo de la Primera Guerra Mundial, dos jóvenes soldados británicos, Schofield  y Blake reciben una misión aparentemente imposible. En una carrera contrarreloj, deberán atravesar el territorio enemigo para entregar un mensaje que evitará un mortífero ataque contra cientos de soldados, entre ellos el propio hermano de Blake.

Revolutionary Road de Sam Mendes

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Del amor al odio solo se resiste un instante, cuando el requiebro de la inanidad concentra todo un crescendo dramático, presumible a la desconstrucción moral de la pareja, y que es el enfrentamiento, como parte de ese vínculo extraño que comienza a despeñarse desde la apariencia, formada como praxis de la hipocresía, que encierra en sí, como protección, el hundimiento de los náufragos insatisfechos, al mismo tiempo vaciados, prevaleciendo la confusión que se desarrolla dentro de un corpus narrativo, ciertamente vano que procede de la obra de Richard Yates, adaptada por Justin Haythe, y que tiende a justificarse tan solo en un hábil pero certero choque de trenes; el de sus protagonistas (excelentes interpretaciones de Winslet y DiCaprio), que se debaten entre dos polos, puede que mejorablemente diferenciados, cuyos intereses lineales parecen anularse. Por un lado, los intereses de la esposa, cuya mirada cuenta con la decidida petulancia con que desmitifica la figura del infantil esposo, por otro esa mirada hay que  saberla engarzar dentro del desequilibrado análisis de un mundo enfermo, no tanto en “lo económico posiblemente”, sino en la plena duda moral a la deriva, dentro del universo de la American way of life (que por otra parte, excelentemente supo retratarse, aún de manera poliédrica, en los densos melodramas de Douglas Sirk).

Camino a la perdición de Sam Mendes

Camino a la perdición, novela gráfica, se inspira en un conocido manga japonés titulado El lobo solitario y su cachorro. Así lo atestigua el propio dibujante Max Allan Collins y cito; «la dualidad dureza-ternura, brutalidad-sensibilidad, rara vez se ha visto mejor plasmada en ningún medio narrativo». Tanto Collins como Richard Piers Rayner hablan también de un sicario traicionado por su señor. Dicho sicario emprende un viaje sangriento acompañado por su hijo. Un chico que tendrá que valerse por sí mismo dentro de un universo violento.

Sinopsis film dirigido por  Mendes: En los oscuros años de la Gran Depresión, Michael Sullivan es un asesino a sueldo que profesa una lealtad inquebrantable a su jefe, el señor Rooney , pero es también un buen padre de familia. Son tiempos duros en Rock Island, donde domina la mafia irlandesa, la Ley Seca sigue vigente y los gángsteres, especialmente Al Capone en Chicago, están en la cima del poder. Un día, inesperadamente, el hijo de Sullivan, Michael Jr, decide seguir a su padre para saber en qué consiste exactamente su trabajo.

La adaptación al cine traspasa esta idea narrativa y ahonda en otros muchos referentes, incluso teatrales y de inteligente y significativa puesta en escena, sin renunciar a una acertada contextualización histórica. Tanto lo estético como la pertinente precisión expositiva toma resonancias de cine noir según Kurosawa (ver El infierno del odio, El perro rabioso, entre otras) pero convenientemente contaminado por las claves y la mirada del cine negro americano (saber utilizar elementos de carácter urbano para narrar acciones y voluntades de índole individual, por ejemplo la escena en la que Jude Law prepara una cámara de fotos como si fuera una pistola, o la escena durante el tiroteo en una noche de lluvia). No se olvida la cinta de la gran deuda del cine negro americano contrajo con el expresionismo alemán. La cinta es consciente de esto, y contribuye a relanzar aún más allá este compromiso. Un compromiso que se trasforma en puro, también desconcertante, lirismo poético que nos extraña, pero no deja de sacudirnos, de cautivarnos. Una especie de adagio que se rompe por súbita violencia, dentro de un fino hilo de tensión dramática en crescendo.

Sam Mendes consigue convertir aquellas viñetas de la novela gráfica en planos que tiene un gusto exquisito por la composición (no se pierde, de ninguna manera, ese regusto del cómic por encapsular crónicas completas en unidades minúsculas de significado)

En la cinta hay un regusto por el detalle. Debemos saber leer un plano. Se dicen tantas cosas, que debemos agudizar la mirada. Tantos detalles que definen (por ejemplo; la escena de apertura del film). Con tan poco podemos decir tanto.

La voz en off que vertebra el relato es un hallazgo (no deja de ser esta una cinta que habla de las relaciones entre padres e hijos, pero también de la redención). La composición sonora puntea el tempo de la narración y brinda una atmósfera de raíces bíblicas, sin renunciar a sonidos irlandeses.

El gran crítico y maestro Ángel Fernández Santos apunta convenientemente en su crónica de la cinta para El País, anoto al pie de la letra lo siguiente. Y el magnífico muchacho que tira del hilo del relato; y el tremendo y tremendista mascarón de guiñol macabro ideado por Jude Law; y el vivo trenzado de los otros intérpretes, que engarzan sus personajes en un juego de reciprocidades que sólo puede proceder del tacto del director que trocea el continuo de la escena y luego reúne secuencialmente a los trozos. Y estamos de nuevo ante el inconfundible toque que se percibe en algunos filmes de directores teatrales -como Kazan o Mamoulian o Cukor- gracias al cual dos antagonistas, dos contrarios, hacen del choque de su disparidad una misteriosa forma de unidad, un encuentro mutuo, casi un inexplicable idilio.