Una obra como un edifico se compone de partes visibles, sin embargo tenemos que detectar las ocultas, aquellas que parecen invisibles a priori, y comenzar a rellenar esos espacios que parecen huecos, pero que en el fondo no lo son; podemos apelar a la memoria a buen seguro, quizás huyendo de un ejercicio bienpensante, sin ocultarnos, ni siquiera una simplista constatación de hechos sirva, de actos concatenados, elípticos, mucho más allá, liberase de estereotipos, asumiendo la verdad, expurgando la historia, asumiéndola en su invisibilidad latente aunque dolorosa, identificándola con todas sus consecuencias, manteniendo una distancia, pero sin estar distanciados, interrogándose, romper con el romanticismo, interrogándonos de nuevo como ágil ejercicio críptico, y no dejar de plantearnos como los ideales revolucionarios de un tiempo, de ese tiempo donde trascurrieron; a finales de los sesenta; mutaron hacia la intolerancia, a la violencia, hacia el terrorismo como planteamiento, mucho más allá incluso de la lucha armada, para ello no sirven descontextualizaciones al uso, sino todo lo contario, ruptura de los cánones, volver a mirar a través de un prisma, con toda su complejidad, sin complacencias.
Carlos parte de un tiempo, de una realidad histórica, que modela el idealismo, traspasando los límites de la utopía, y como frustración – excusa- de una revolución pacífica que no culmina sus fines – la del 68-, enfrente la derechización del mundo – nada parece cambiar-; un paso más trasformar la lucha armada como garante internacional, el terrorismo como conquista radical, no democrática.
Los documentos televisivos de algunos hechos van puntuando la ficción que se teje entre los años setenta y noventa. Ramírez que es el verdadero nombre de Carlos, el chacal (admirador de la novela de Forsyth), es un muchacho dogmatizado por los ideales de la Unión Soviética, partidario de la internacionalización revolucionaria –solo esta es posible mediante métodos de lucha armada- contra el imperialismo –sionismo, en particular-, colabora con grupos armados palestinos contrarios a Arafat coordinados con otros grupos pertenecientes a la armada roja europea. Cuando los hechos se embrutecen la lucha armada pasa a ser considerada como un negocio, por lo que el idealista se trasformara en mercenario, de ahí a mantener contactos con grupos islamistas, justo hasta la caída del muro, moviéndose hasta entonces entre países del Este y países árabes. Cuando los ideales parecen haber fracasado, y la guerra carece de sentido para aquellos que se formaron en una época, Carlos se convierte en un individuo patético, en caída libre, una figura trágica, a la deriva.
La propuesta termina concentrando su discurso en la ascensión y posterior caída de Carlos, mostrando sus contradicciones y revitalizando los momentos de acción – a modo de thriller político-, sin alejarse de la reflexión pertinente, aunque un tanto lastrada -en este caso asistimos a una versión de dos horas, cuarenta y cinco minutos-, por lo que intuimos que este complejo poliedro fascinante no termina de culminar – la duración exacta corresponde a una serie de más de seis horas, que se proyecto el pasado año en Cannes y a la vez en televisión como proyecto de serie televisiva-. Por cierto, este cronista ha podido visionar finalmente la serie.
En Carlos se explica como el terrorismo internacional constituyó una red interconectada, pero también como habita un tejido de extrañas conexiones entre gobiernos implicados, servicios secretos, tráfico de armas, un universo clandestino que muta hasta hoy, donde figuras sobre Ilich Ramírez – alias Carlos- no tienen sentido hoy, el mundo aún es más complejo, más poliédrico, puede que se nos escape, los antagonismos, la geografía variable del mundo moderno con toda su gravedad.
Destaca la interpretación de Edgar Ramírez.