Carlos de Olivier Assayas

Una  obra  como  un  edifico  se  compone  de  partes  visibles,  sin  embargo  tenemos  que  detectar  las  ocultas,  aquellas  que  parecen  invisibles  a  priori,  y  comenzar  a  rellenar  esos  espacios  que  parecen  huecos,  pero  que  en  el  fondo  no  lo  son;  podemos  apelar  a  la  memoria a buen seguro, quizás huyendo de un ejercicio bienpensante, sin ocultarnos, ni siquiera  una  simplista  constatación  de  hechos  sirva,  de  actos  concatenados,  elípticos,  mucho  más  allá,  liberase  de  estereotipos,  asumiendo  la  verdad,  expurgando  la  historia,  asumiéndola  en  su  invisibilidad  latente  aunque  dolorosa,  identificándola  con  todas  sus  consecuencias,  manteniendo  una  distancia,  pero  sin  estar  distanciados,  interrogándose,  romper con el romanticismo, interrogándonos de nuevo como ágil ejercicio críptico, y no dejar de plantearnos como los ideales revolucionarios de un tiempo, de ese tiempo donde trascurrieron; a finales de los sesenta; mutaron hacia la intolerancia, a la violencia, hacia el terrorismo como planteamiento, mucho más allá incluso de la lucha armada, para ello no  sirven  descontextualizaciones  al  uso,  sino  todo  lo  contario,  ruptura  de  los  cánones,  volver a mirar a través de un prisma, con toda su complejidad, sin complacencias.

Carlos   parte   de   un   tiempo,   de   una   realidad   histórica,   que   modela   el   idealismo,   traspasando  los  límites  de  la  utopía,  y  como  frustración  –  excusa-  de  una  revolución  pacífica que no culmina sus fines – la del 68-, enfrente la derechización del mundo – nada parece cambiar-; un paso más trasformar la lucha armada como garante internacional, el terrorismo como conquista radical, no democrática.

Los documentos televisivos de algunos hechos van puntuando la ficción que se teje entre los  años  setenta  y  noventa.  Ramírez  que  es  el  verdadero  nombre  de  Carlos,  el  chacal  (admirador de  la  novela  de  Forsyth),  es  un  muchacho  dogmatizado  por  los  ideales  de  la  Unión Soviética, partidario de la internacionalización revolucionaria –solo esta es posible mediante  métodos  de  lucha  armada-  contra  el  imperialismo  –sionismo,  en  particular-,  colabora  con  grupos  armados  palestinos  contrarios  a  Arafat  coordinados  con  otros  grupos  pertenecientes  a  la  armada  roja  europea.  Cuando  los  hechos  se  embrutecen  la  lucha  armada  pasa  a  ser  considerada  como  un  negocio,  por  lo  que  el  idealista  se  trasformara  en  mercenario,  de  ahí  a  mantener  contactos  con  grupos  islamistas,  justo  hasta la caída del muro, moviéndose hasta entonces entre países del Este y países árabes. Cuando los ideales parecen haber fracasado, y la guerra carece de sentido para aquellos que  se  formaron  en  una  época,  Carlos  se  convierte  en  un  individuo  patético,  en  caída  libre, una figura trágica, a la deriva.

La  propuesta  termina  concentrando  su  discurso  en  la  ascensión  y  posterior  caída  de  Carlos, mostrando sus contradicciones y revitalizando los momentos de acción – a modo de  thriller  político-,  sin  alejarse  de  la  reflexión  pertinente,  aunque  un  tanto  lastrada  -en  este  caso  asistimos  a  una  versión  de  dos  horas,  cuarenta  y  cinco  minutos-,  por  lo  que  intuimos  que  este  complejo  poliedro  fascinante  no  termina  de  culminar  –  la  duración  exacta  corresponde  a  una  serie  de  más  de  seis  horas,  que  se  proyecto  el  pasado  año  en  Cannes y a la vez en televisión como proyecto de serie televisiva-. Por cierto, este cronista ha podido visionar finalmente la serie.

En Carlos se explica como el terrorismo internacional constituyó una red interconectada, pero  también  como  habita  un  tejido  de  extrañas  conexiones  entre  gobiernos  implicados,  servicios  secretos,  tráfico  de  armas,  un  universo  clandestino  que  muta  hasta  hoy,  donde  figuras  sobre  Ilich  Ramírez  –  alias  Carlos-  no  tienen  sentido  hoy,  el  mundo  aún  es  más  complejo,  más  poliédrico,  puede  que  se  nos  escape,  los  antagonismos,  la  geografía  variable del mundo moderno con toda su gravedad.

Destaca la interpretación de Edgar Ramírez. 

Tournée de Mathieu Amalric

Hasta  qué  punto  el  actor  es  el  motor, la  intensidad  emocional  dentro  de  la  escena  que  viene a dilatarse en el tiempo, su gesto, el movimiento, por su puesto la voz (la palabra) que expresa a un tiempo el ruido pero también la furia, la inestabilidad que trae lo frágil cuando  la  pasión  se  disfraza  de  culpa  y  se  adentra  en  la  frustración.  Resonancias sin  duda  si  rastreamos  la  filmografía  de  Cassavetes,  libérrima  en  las  formas  como  en  la  tragedia,  quien  mejor  que  este  supo  lograr  en  su  cine  lo  epidérmico  del  sentimiento  humano.

Estas  virtudes  parecen  infiltrarse  en  la  propuesta  de  Amalric  donde  prima  el  plano  secuencia ilimitado, la filmación poética de algunos de los números del espectáculo, pero también  el  tono  inmediato  y  desnudo  del  documental  -un  productor  parisino  que  abandona  todo  y  se  marcha  a  Estados  Unidos  para  iniciar  nueva  vida,  tiempo  después  regresa  a  Francia  acompañado  de  una  troupe  de  strippers  como  productor  de  un  espectáculo de Burlesque-, aunque sí es cierto por otra parte que la trama asume ciertos territorios reconocibles –por no decir reconocidos o ya transitados- sobre un tipo de cine crepuscular, el de un perdedor que sobrevive, lo que ocurre que el realizador francés es capaz  de  dotar  la  cinta  de  intensidad  rondando  la  asfixia  producto  de  una  situación  siempre   límite   en   la   que   se   encuentra   el   protagonista,   impulsivo,   dominante,   contradictorio, al mismo tiempo dominado, obsesivo pero tenaz.  

Cannes 2010. Mejor dirección.

Godzilla:  Minus  one de Takashi Yamazaki

Solvente film de entretenimiento que vuelca su razón de ser en un retorno a la recuperación de la esencia mitológica del monstruo y su origen, integrándose dentro de la saga, apostando primordialmente, en este caso, por una trama narrada desde una dimensión emocional humana, más bien trágica, centrada en el protagonista y su traumático pasado, y el proceso de redención de este, sin perder de vista el marco histórico y social durante la postguerra japonesa (bajo una mirada crítica) y el advenimiento de la crisis nuclear de la Guerra Fría, incorporando eso si los cánones del cine de acción más clásico.

Nota: La solvente propuesta se aparta de todo misterio y suspense alrededor de la criatura, como hemos mencionado. Tan solo en precisos instantes se hace presente este, con todo su poder. Sus ataques son cada vez más feroces. Una comunidad civil solidaria trata de frenarla.  

Le quattro volte de Michelangelo Frammartino

Fue  Pitágoras  quien  nos  hablo  de  la  trasmigración  del  alma. Esta  podía  adoptar  bien  forma  humana,  animal,  vegetal,  mineral.  Este  pensamiento  filosófico  fluye  dentro  de  esta  especie  de  extraño  experimento  que  nos  permite  en  lo  posible,  de  una  manera  austera, al tiempo trascendente, dilucidar una conexión cósmica entre todas las cosas, la vida como un ciclo, la tierra en su bojeo.

A  vueltas  de  nuevo  con  la  sublimación  de  la  realidad  que  en  ocasiones  se  no  escapa;  una  vida  incontrolable,  que  finalmente  tenemos  que  acotar,  pese  a  los  azares  que  preñan en este caso el documento, y por donde puede filtrarse la narración, gracias al artificio que no ocultan los métodos de la ficción; en plena conjunción, siempre, con la capacidad  de  observación  (contemplación)  de  la  naturaleza,  que  manifiesta,      en  ocasiones,  de  forma  austera,  ciertas  cualidades  pictóricas  que  adquieren  las  imágenes  desnudas,  en  ausencia  de  la  palabra,  que  se  compone  de  ritos,  adheridos  a  una  significación que adquieren los sonidos, sin desdeñar esa sucesión de acontecimientos, que  solo  pueden  ocurrir  sin  son  registrados  por  una  cámara  –esos  planos  fijos  sostenidos  en  el  tiempo,  filmados  en  ocasiones  en  la  lejanía-  y  que  no  admiten  subrayados.

Aqueronte de Manuel Muñoz Rivas (Cortometraje)

Hablarnos de ese trayecto que conduce al ser humano, cuando fallecido, hacia el lugar donde reposan los muertos, esto se nos cuenta en esta breve pieza que nos remite a la mitología griega.

Durante ese tramo, cruza una barcaza el rio, y dentro de esta vemos unos rostros de seres aparentemente quietos.

Las secuencias, un encadenamiento de primeros planos, filmados estos en 16 mm.

No se nos permite ver con nitidez los paisajes, la bruma los oculta, las tragedias reverberan en su timidez, el tiempo es una efímera espera dilatada, la ensoñación un estado.

La relación entre los seres y los sitios momentánea, también difuminada.

El resultado es un interesante y sensorio ejercicio meditativo sobre ese transito hacia la morada de los ausentes. Un recorrido que se intuye también emocional.

Festival de Rotterdam 2023. Premio KNF.

La bestia en la jungla de Patric Chiha

Nos resulta extraño, difícil de definir, pero el tiempo permanece quieto, entumecido o incluso suspendido en el aire, pero imperceptiblemente también avanza; he aquí la cuestión o mejor dicho el desafío y donde lo que es real convive con lo irreal dentro de un único espacio, que es mundo (la discoteca). Alii mismo el amor se paraliza.

La historia avanza y eso lo sabemos; bien a través del baile y sus músicas, y los modos del vestir, y también unas imágenes de un televisor nos avisa y esto es real porque existe un cambio, pero lo que experimentan nuestra pareja de protagonistas es bien distinto, porque el amor es una promesa y también una amenaza ensimismada y allí en ese espacio físico y emocional permanecen confinados, entumecidos por el miedo a que concluya la noche, que es perpetua o no lo es.

Sumidos en la oscuridad de la noche pasa el tiempo, y ellos permanecen detenidos sin envejecer, y los diálogos elusivos que mantienen ambos giran en una insistente y repetida cesión y concesión que se sostiene invariable, aplazando, si cabe, la extinción del deseo a la espera de la llegada de una tragedia, de un suceso inesperado que reclame una desobstrucción (y así es el deseo un trance imposible de explicar, una obsesión, una retención sin negativa, un estremecimiento estático y una infértil resistencia).

Nada empuja a la equivocación en esta historia que asume, de manera bien distinta y a contracorriente, los perpetuos desvaríos emocionales.

Libre adaptación de un texto escrito por Henry James.

2023: Festival de Sevilla: Nominada a Giraldillo de Oro- Mejor película.

Monkey Man de Dev Patel

Insustancial a la vez que previsible cinta de acción embriagada de (seudo) mitología hindú, cuya motivación máxime, la del superviviente héroe solitario (del que sabemos solo lo suficiente), es la venganza, y como va urdiendo este su plan infiltrándose en una red criminal hasta lograr su misión redentora.

Nota. El montaje no tiene ningún sentido espacial, con lo que la acción se desborda en una sucesión frenética de cortes que entretienen, pero no sitúan, la mirada (Sergi Sánchez, La Razón).

Lola (Abuela) de Brillante Mendoza

La  cámara  permanece  siempre  inquieta,  pegada  a  los  personajes,  liberándose  siempre ,  fluyendo, aproximándose, sin querer perderlos de vista –incluso utilizando  el  teleobjetivo,  si  es  preciso-,  por  lo  que  la  composición  del  plano  siempre  es  abierta y está dispuesta al azar, a una existencia imprevista, incluso la planificación con sus alientos  bruscos  redunda  en  una  planificación  que  se  condiciona,  siempre  finalmente,  a  movimientos y acciones de los sujetos –los personajes-, como ya hemos anotado.

Lola (en  lengua  tagalo  significa  abuela),  sigue  las  peripecias  de  dos  ancianas  unidas  momentáneamente  por  la  tragedia  –el  nieto  de  una  ha  sido  asesinado  por  el  nieto  de  la  otra-. De esta manera el realizador retrata de manera naturalista lo que acontece, quizás de manera un tanto desdramatizada, por aséptica y objetiva, sin ideas preconcebidas, sin que  por  ello  no  surjan  instantes  inesperados  –destellos  emotivos-,  gracias  quizás  a  aquellos   que   proporciona   como   estímulo   la   improvisación   de   sus   actores   no   profesionales,   apartándose   de   todo   análisis   psicológico,   privilegiando   la   acción   –abriéndose a múltiples realidades sociales-, por tanto siempre sus personajes hacen algo, se  desplazan,  van  de  un  lado  hacia  el  otro;  siendo  esta  una  cuestión  visual  en  sí  misma,  por  lo  que  se  producen  dos  descubrimientos,  por  un  lado  el  propio  movimiento  del  personaje,  por  otro  el  espectador  acompaña  al  sujeto  por  la  escena  cambiante  –por  itinerarios  diurnos,  en  ocasiones-,  desazonadora,  extrañamente  lírica,  ambivalente  pero  también conciliadora dentro de un universo.

Los peores de Lise Akoka, Romane Gueret

Puede ser culpa mía, a tramos no consigo del todo empatizar con lo que estas directoras me quieren trasmitir, aunque también en leves instantes no dudo de su buen hacer a la hora de manejar cuidadosamente algunas situaciones ciertamente complejas sobre la adolescencia y su periplos iniciáticos dentro de un mundo, el actual, definido por la hostilidad, además soy consciente del riesgo formal, a la hora de plantear una propuesta que además incide en esos territorios acerca del cine dentro del cine (la ficción dentro de otra ficción), y que, en esta ocasión acoge a unos personajes supuestamente reales, pertenecientes a familias disfuncionales, dentro de un entorno hostil, para que interpreten unos papeles que mucho tienen que ver con lo que pasa y que les pasa, en un supuesto film, con el fin de reconstruir una realidad (las costuras son demasiado evidentes, y a la cinta le falta profundidad e intensidad).

Sinopsis: Un rodaje va a empezar en la barriada Picasso, en Boulogne-Sur-Mer, al norte de Francia. Durante el casting, cuatro adolescentes (Lily, Ryan, Maylis y Jessy) son elegidos para participar en la película. En el barrio, todos se sorprenden: ¿por qué escoger solo a «los peores»?

Ahora bien, no consigo ver el cómo esos cineastas adultos intentan generar complicidad con esos no actores, al tratar de conseguir dirigirlos, buscando la verdad artística de una ficción (asumo la naturalidad de los chavales cuando interaccionan entre ellos, pero me suena forzado y manipulado cuando entran en escena los adultos y se relacionan con estos, además se es torpe a la hora de manifestar la angustia el director Gabriel).  

2022: Festival de Cannes. Mejor película (sección «Un Certain Regard»).

El último verano (36 vues du pic saint-loup) de Jacques Rivette

Un secreto cuidadosamente guardado, en realidad un misterio no desvelado, si es cierto que apreciamos ese sentido de la melancolía que circunda en el rostro, en los labios, pero es  imposible  su  acceso,  se  convierte  en  opaco  para  el  intruso,  de  ahí  la  búsqueda,  el  placer, en síntesis, que provoca descifrarlo, constatar el enigma -de ahí la importancia de la  improvisación,  de  los  juegos  escénicos  y  las  coreografías  como  orientación-,  hacer  evidente  su  existencia,  el  peso  del  tiempo  que  se  expande  en  su  viaje,  y  el  milagro  final  del rescate, en última instancia, o la liberación de ese alma prisionera.

Hay  un  momento  inocente,  en  origen,  justo  en  la  apertura  (una  avería  de  un  vehículo  obliga a una mujer a detenerse, un hombre se para y soluciona el problema), apenas sin palabras –aún no parecen estas haberse inventado-, en silencio, donde tiene importancia el  gesto  –funciona  tal  vez  como  resonancia  del  cine  mudo-.  De  esta  manera  el  azar  anticipa   el   argumento   que   a   continuación   se   desarrolla   -y   que   sin   querer   hemos   avanzado-,  siempre  teniendo  en  cuenta  las  entradas  y  las  salidas,  también  a  posteriori,  que implican la vida (también los números circenses), las presencias y la ausencia, y que viene  a  manifestarse  en  los  cambios  y  oscilación  de  los  colores  (la  iluminación),  y  la  configuración  de  los  planos  de  entrada  y  salida,  por  lo  que  la  vida  y  el  arte,  en  su  misterio también, están interrelacionados.

La ficción discute entre la ligereza y la gravedad que es la existencia, entre el misterio que en  realidad  es  la  vida  y  el  secreto  que  guarda  el  arte  -realidad  o  verdades  que  otorga  la  representación-.  Esa  discusión,  así  mismo,  se  manifiesta  como  juego  que  se  establece  entre  espacios  fronterizos;  el  espacio  teatral,  y  el  mundo  como  escenario,  y  que  en  este  caso  se  desarrolla  en  un  circo,  contemplado  como  un  espectáculo  que  muere,  y  sus  espectadores   meros   sujetos   pasivos,   por   lo   que   los   artistas   (deambulan   con   su   espectáculo  por  Pic  Saint-Loup  y  alrededores,  por  cierto  lugar  mítico  donde  también  trascurría  la  cinta  La  bella  mentirosa  en  1991)  y  sus  números  adquieren  un  sentido  del  absurdo  de  raíces  beckettianas  –siempre  filmados  estos  en  plano  general,  es  preciso  coreografiar sus movimientos, las atracciones y los rechazos entre ellos-.

Sin  embargo,  en  la  vida  como  escenario,  la  gravedad  la  marca  la  existencia,  la  propia  existencia  del  pasado,  donde  Kate  siempre  marcada  por  el  duelo  viene  a  retornar,  dispuesta a reconciliarse -los monólogos de Kate frente la tumba del amante, y como no recordar como una resonancia del monólogo de Wayne en La legión invencible de Ford-. Y la pista del circo es el lugar, donde es preciso volver a la tragedia, repetir como cura los gestos  (estos  parten  siempre  de  la  puesta  en  escena),  volviendo  a  representar  aquellos  sucesos,  provocar  las  verdades,  la  catarsis  última,  la  redención,  la  liberación  –cuyo  complot  es  perpetrado  por  un  único  personaje,  el  de  Vittorio,  a  quien  vimos  en  el  comienzo arreglando la avería del coche de Kate-.