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Remake dirigido por Eiichi Kudo en 1963, el director asume cierto clasicismo tanto en la forma –adecuación de fondos y gama de color propicia que nos remiten a una época concreta- como en el fondo –siempre épico, aunque los personajes no son siempre redondos-, tocado de cierto tono un tanto crepuscular, convenientemente actualizado a nuestro días, y que viene a entroncar con cierto discurso, un tanto nihilista, cuya órbita gira alrededor del desencanto, y la hipocresía que pulula en una época donde el poder despiadado rige con violencia e impunidad –justo durante el Medievo, en la época del Shogunato, antes de la dinastía Meiji proclamada en el siglo XIX-, envenenando una sociedad en primera instancia inerte, sufriente, cuyas heridas físicas son testigo evidente –esos cuerpos seccionados propios de la filmografía del realizador nipón, que terminan agrediendo la pupila del espectador, nos someten al horror más descarnado, a la violencia más extremada-. Muestras palpables que cimentan una posterior venganza, depositando en la fuerza bruta la redención y la justicia, representada por unos héroes no corrompidos que no funcionan como tal, sino que son también victimas a pesar de todo.
La cinta se estructura en tres partes. Una primera en la que se van perfilando intrigas, pactos y traiciones entre las distintas fuerzas de poder, la segunda adquiere forma de relato itinerante repleto de aventuras inesperadas, escaramuzas que van cimentando la amistad del grupo, así hasta desembocar en la batalla, un tanto desigual que enfrenta a esos trece hombres –samuráis y algún que otro bandido-, contra unos doscientos soldados al mando del hermano del Shogun –cuyo proceder violento origina la venganza, el reinado del terror-; por lo que este tramo adopta unos contornos alegóricos, un tanto infernales, donde la sangre asegura su pacto con la destrucción – filma la batalla desde todos los ángulos procurando subrayar cierta intensidad épica en el combate-.