Hasta qué punto el actor es el motor, la intensidad emocional dentro de la escena que viene a dilatarse en el tiempo, su gesto, el movimiento, por su puesto la voz (la palabra) que expresa a un tiempo el ruido pero también la furia, la inestabilidad que trae lo frágil cuando la pasión se disfraza de culpa y se adentra en la frustración. Resonancias sin duda si rastreamos la filmografía de Cassavetes, libérrima en las formas como en la tragedia, quien mejor que este supo lograr en su cine lo epidérmico del sentimiento humano.
Estas virtudes parecen infiltrarse en la propuesta de Amalric donde prima el plano secuencia ilimitado, la filmación poética de algunos de los números del espectáculo, pero también el tono inmediato y desnudo del documental -un productor parisino que abandona todo y se marcha a Estados Unidos para iniciar nueva vida, tiempo después regresa a Francia acompañado de una troupe de strippers como productor de un espectáculo de Burlesque-, aunque sí es cierto por otra parte que la trama asume ciertos territorios reconocibles –por no decir reconocidos o ya transitados- sobre un tipo de cine crepuscular, el de un perdedor que sobrevive, lo que ocurre que el realizador francés es capaz de dotar la cinta de intensidad rondando la asfixia producto de una situación siempre límite en la que se encuentra el protagonista, impulsivo, dominante, contradictorio, al mismo tiempo dominado, obsesivo pero tenaz.
Cannes 2010. Mejor dirección.